Colombia enfrenta una crisis sin precedentes en la lucha contra el narcotráfico: los cultivos de hoja de coca alcanzaron las 253.000 hectáreas en 2025, la cifra más alta en más de veinte años y un duro golpe para el Estado.
El aumento se refleja en una capacidad potencial de producción de cocaína que fortalece el poder y control de mafias y disidencias armadas, especialmente en zonas rurales donde la institucionalidad es débil o inexistente. La maquinaria criminal opera como un Estado paralelo, planteando retos enormes para el Gobierno y las fuerzas de seguridad.
Pero el problema trasciende Colombia. Según el reporte de la UNODC, países como Bolivia y Perú también reportan incrementos en cultivos ilegales: Bolivia sumó 31.000 hectáreas de hoja de coca legal e ilegal, por encima del límite permitido, mientras Perú registró una producción récord de 2.757 toneladas de cocaína.
En Costa Rica, a pesar de no ser productor, la falta de controles en costas y puertos ha convertido al país en un corredor clave para el tráfico marítimo de drogas con rutas que se extienden hacia Centroamérica, Norteamérica y Europa.
El riesgo mayor: el narcoestado venezolano
El caso más dramático es Venezuela, donde se ha formalizado la captura del Estado por el crimen organizado. El Cartel de los Soles —red criminal integrada por altos mandos de la dictadura de Nicolás Maduro— controla el narcotráfico y ha convertido al país en un epicentro internacional.
Estados Unidos acusa a Maduro de liderar esta red y ha declarado al Cartel de los Soles como organización terrorista global. Varios países de la región, incluidos Ecuador, Paraguay y Argentina, han seguido el mismo camino, sancionando y señalando a este grupo cuyo poder desestabiliza la soberanía democrática en Latinoamérica.
El diagnóstico es claro: no solo se trata de incapacidad o recursos limitados. En Venezuela, el narcotráfico está institucionalizado en el poder mismo.
Para Colombia y el resto de países afectados, la alerta es urgente. Sin una cooperación regional intensificada, inteligencia compartida y medidas judiciales coordinadas, la guerra contra el narcotráfico está perdida. El narcotráfico no es solo un problema de seguridad, sino un factor que amenaza la gobernabilidad y el desarrollo de toda la región.
En cifras concretas, el incremento de cultivos en Colombia significa más conflicto, más degradación ambiental y mayores desafíos para la Policía y el Ejército, que deben actuar contra criminales con acceso a armas y dinero.
En suma, el llamado global y regional es claro: la llamada “descertificación” no es solo un trámite diplomático, sino un reflejo del peso creciente del crimen organizado en la política y la economía de Latinoamérica.
Para Colombia, la batalla apenas comienza y debe intensificarse con acciones contundentes si quiere conservar el avance contra el narcotráfico y reducir el control territorial de estas redes.
