La violencia en México no da tregua. En el primer año de la administración de Claudia Sheinbaum se registraron 25,848 homicidios, una cifra alarmante que suma a un sexenio ya calificado como el más violento en la historia reciente del país.
En Michoacán, dos asesinatos evidencian la ola de inseguridad. Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, fue acribillado con cinco balazos en medio de las celebraciones del Día de Muertos. A pesar de sus repetidos llamados para reforzar la seguridad, la percepción nacional es que fue dejado solo. La Guardia Nacional tenía presencia oficial con 14 elementos, pero no pudo evitar el ataque.
Días antes, Bernardo Bravo, líder de productores de limón en Apatzingán, fue asesinado tras denunciar públicamente las extorsiones del crimen organizado. Su muerte manda un mensaje claro: levantar la voz contra el crimen tiene un costo mortal.
Los datos oficiales muestran un deterioro acelerado: durante los últimos tres sexenios, los homicidios pasaron de 120,463 en el gobierno de Felipe Calderón a 199,619 en la administración de AMLO. El aumento sostenido golpea, sobre todo, a los jóvenes de 15 a 29 años, donde las principales causas de muerte son homicidios, accidentes y suicidios, sumando más de 81,000 muertes en 2024.
El impacto es profundo y directo sobre la esperanza de vida que cayó a menos de 70 años en 2021, afectada además por la pandemia de Covid-19. México está lejos del promedio de la OCDE, de 80.3 años, y lejos de países como Japón o Suiza donde supera los 84 años.
La violencia no solo mata, también destruye el futuro económico y social del país. La pérdida de jóvenes en la violencia y accidentes es un “suicidio demográfico”, advierten especialistas. Pierde México su bono demográfico, la fuerza laboral y la base de contribuyentes clave para sostener una población que envejece rápidamente.
Además de la inseguridad, el sistema de salud y la prevención fallan en frenar las enfermedades crónicas que dominan otra parte del panorama: enfermedades del corazón, diabetes y cáncer siguen al alza. Pero la violencia y las muertes externas concentran la atención sobre el futuro inmediato.
Organizaciones civiles y expertos en salud mental insisten en políticas que no solo den becas, sino que permitan espacios seguros para jóvenes con actividades culturales, deportivas y educativas. La ausencia de programas serios para prevenir conductas de riesgo y la falta de atención a la salud mental agravan el problema.
El contraste con la muerte ritualizada que México ha celebrado por siglos es brutal. Hoy no se recuerda, se teme la muerte absurda e inútil de miles, como lo reflejan los asesinatos de Manzo y Bravo, ambos víctimas de violencia organizada a pesar de sus esfuerzos por defender a sus comunidades.
El país enfrenta una crisis que no es solo de cifras, sino de sentido. De no cambiar el rumbo, la violencia seguirá marcando el destino y cobrando vidas que podrían ser esperanza.
						
									
































