El Tribunal Supremo ha lanzado una advertencia dura: la ley no puede servir para burlar la justicia. En los últimos meses, varias maniobras procesales evidencian cómo parte de la clase política usa la legalidad como escudo para evitar rendir cuentas.
El caso más reciente y público ha puesto sobre la mesa el concepto de «fraude de ley»: aplicar la norma para fines distintos a los que fue creada. El instructor del Supremo lo definió con claridad, y el riesgo supera lo meramente jurídico. Estamos ante una deslealtad institucional, una corrupción de la confianza ciudadana, que levanta preguntas sobre el respeto y la ética en la política española.
Lo más preocupante es que varios cargos públicos sospechosos de corrupción se amparan en el aforamiento y en vacíos legales para no suspender temporalmente sus cargos. En vez de apartarse mientras se investiga, se refugian en el Parlamento, que así deja de ser ejemplo y se convierte en un refugio para protegerse.
Este fenómeno no se limita a un partido o persona, sino que refleja un modelo que confunde inmunidad con impunidad y prioriza el cálculo electoral sobre la responsabilidad moral. Ciudadanos ven cómo el Estado de Derecho se erosiona sin una reacción contundente ni del Gobierno ni de otras instituciones. En cambio, observan ataques a la justicia y una instrumentalización del principio de presunción de inocencia como coartada política.
Eduardo R. Luna, abogado y profesor de Derecho, alerta que la ejemplaridad debería llegar antes de cualquier sentencia. Señala la necesidad urgente de reformas legislativas que incluyan la suspensión cautelar de cargos públicos imputados por delitos graves, restricciones a los aforamientos y un control ético real del desempeño parlamentario.
La falta de estas reformas permite que la norma diseñada para proteger la función representativa se use como herramienta para bloquear la rendición de cuentas. La consecuencia directa es una política que usa la ley para defenderse del Derecho, puso de manifiesto el texto.
La gravedad del asunto tiene un reflejo político y democrático: cuando un Gobierno convierte la corrupción en costumbre y ataca a los jueces que luchan contra ella, pone en riesgo la propia democracia. No es sólo un problema procesal, sino un problema estructural y del futuro del país.
En estos momentos críticos, la justicia española mantiene la resistencia frente a estas maniobras, pero el debilitamiento del sistema plantea dudas sobre la recuperación de la confianza ciudadana. Sin justicia independiente, advierten expertos, no habrá libertad posible para España.
