Hace más de 2.400 años, Sophocle sacudió Grecia con Antígona, la historia de una joven que desafía al tirano Creonte para enterrar dignamente a su hermano Polinices. El déspota rey de Tebas prohibió darle sepultura por considerarlo traidor, dictando pena de muerte para quien desobedeciera.
Antígona, hermana de los dos hermanos enfrentados en guerra civil, decide desobedecer. Para ella, el amor fraternal y las leyes divinas están por encima del decreto real. “
No pensé que tus decretos fueran más fuertes que las leyes no escritas de los dioses
”, afirma, dejando claro que para ella la autoridad moral supera la política.
El choque es brutal. Creonte, obsesionado con mantener el orden y su poder, condena a Antígona a morir encerrada. Cuando Tiresias, el vidente respetado por todos, advierte al rey que los dioses desaprueban la sentencia, Creonte finalmente cede. Sin embargo, su cambio de postura llega demasiado tarde.
Antígona se suicida antes de ser liberada, seguida por Hemón, el hijo de Creonte y prometido de la joven. La tragedia acaba con la esposa del rey quitándose también la vida, dejando a Creonte solo y arrepentido. Su moral de hierro y rechazo a la disidencia acaban destrozando a su familia y a la ciudad que gobierna.
En su pieza, Sophocle dibuja con crudeza el conflicto entre ley y justicia, autoridad y conciencia, tiranía y libertad de expresión. Antígona emerge como símbolo de la desobediencia civil legítima y el coraje para defender valores fundamentales, en una sociedad que ni siquiera reconocía igualdad política a la mujer.
La fuerza del relato ha atravesado siglos. El activista Natan Sharansky, preso del KGB, encontró en Antígona inspiración para resistir la opresión soviética. Reconoció en ella la defensa de principios eternos frente a la tiranía.
Creonte representa al poder absoluto incapaz de escuchar voces críticas, que acaba destruyéndose por su ceguera autoritaria. Antígona, en cambio, reivindica que hay valores y deberes que no mueren ni con la ley ni con la muerte.
