En la isla italiana de Gorgona, la última isla-prisión de Europa, 88 detenidos cumplen sus penas sin barrotes ni miradores que los encierren. Ubicada a 30 km de la costa, esta prisión al aire libre permite a sus internos moverse libremente hasta las 21h, hora del toque de queda.
Una veintena de vigilantes penales, dirigidos por el comandante Nicola Citi, supervisan a los presos, quienes, a cambio, tienen empleos que van desde viticultores hasta pizzeros y pastores. “Trabajo haciendo vino bio y gano entre 1.100 y 1.400 euros al mes, algo impensable en otras cárceles italianas”, cuenta Daniele, detenido y viticultor.
En esta prisión fundada en 1869, la única regla estricta es la exclusión de pedófilos y personas con trastornos psíquicos graves. La psicóloga Giulia Cerri se encarga del seguimiento mental de los internos, quienes pueden obtener permisos de salida al continente como recompensa por buena conducta.
Michele, detenido y pastor de cabras, describe su experiencia:
“Antes estaba en Palermo, aquí me siento libre, escucho el mar y veo la naturaleza, vuelvo cansado pero en paz”.
El enfoque de esta cárcel hace que el índice de reincidencia sea del 20%, muy por debajo del 60% nacional. Un modelo poco común que combina trabajo, autonomía y responsabilidad en un entorno que parece más un pueblo que una prisión.
La isla, de apenas 2 km², es el hogar exclusivo de esta comunidad cerrada, donde convictos con largas penas, algunas por homicidio, respetan normas estrictas y saben que la vigilancia es constante aunque discreta.
El comandante Citi asegura que, aunque trabajan en un entorno aislado y menos peligroso, mantienen máxima alerta por seguridad. Esta experiencia pionera en Europa podría inspirar reformas en sistemas penitenciarios tradicionales más duros.
Gorgona representa un experimento paradojal: libertad limitada en un entorno cerrado, con la esperanza de una reinserción real y efectiva.
